Cosmos

Witold Gombrowicz

Autor: Witold Gombrowicz

Hay novelas cuya lectura nos produce la impresión de estar contemplando la realidad directamente, entonces le otorgamos al escritor el mérito de haber sido él quien abriera para nosotros esa -y no otra- ventana a la realidad, y que la iluminara con su luz particular. En realidad, la mayoría de novelas producen este efecto. Todos creemos conocer a Isabeles Archers, a Madames Bovarys, a algún moribundo como Iván Ilich o a cazadores de ballenas como el Capitán Acab de Moby Dyck, por citar algunos ejemplos.

Pocas veces tenemos la sensación de estupor, corrijo: delicioso estupor, que genera la lectura de una novela como Cosmos. En estos casos no «contemplamos» realidades, sino intentamos captar una visión del mundo que responde a los conceptos creadores que la alimentan. Son éstas las novelas en donde sentimos con mayor urgencia que la ficción literaria tiene nombre propio, y que basta que el escritor decida detener su pluma, o dejar de teclear, para que el mundo que nos presenta se venga abajo y se desinfle como un globo. Es él quien sostiene la ficción, el mago que mueve la varita, él quien propone el juego, él quien lo resuelve o lo deja en el aire. Rayuela puede ser otro ejemplo en este sentido. En ambos casos el impulso no es contar una historia, es hacernos reflexionar sobre las relaciones del ser humano con el mundo.

Witold Gombrowicz nació en Polonia en 1904. Y por una extraña circunstancia terminó viviendo buena parte de su juventud en Argentina. Fue invitado a realizar un viaje por barco a Buenos Aires, con un grupo de personalidades polacas, y durante el trayecto del mismo, Alemania declaró la guerra a Polonia, origen de la Segunda Guerra Mundial. Esta casualidad lo llevó a elegir el exilio en Argentina durante 24 años, viviendo en una situación de marginación y pobreza. En la década de los 60s regresará a Europa y su literatura será finalmente reconocida, sobre todo en Francia, en donde obtiene el Prix International de Littérature con Cosmos, publicada en 1968.

Surrealista su vida, surrealista su obra.

¿Diario?

En Cosmos, el protagonista tiene el mismo nombre que el autor (Witold) y quizá por el tono íntimo y subjetivo en que narra, podríamos pensar que se trata de un diario privado. Al coincidir los nombres de escritor y personaje tendremos un sólo filtro, se mezclan la realidad y la ficción, y la credibilidad de ésta dependerá exclusivamente de la entrega del lector. Muchos nos preguntaremos si el viaje fuera de Varsovia se realizó o si éste fue una fantasía del personaje, narrada por él como un diario (sin fechas pero con nueve capítulos), o como un intento de novela dentro de la novela.

Además, el texto que aparece a manera de prólogo, tiene precisamente este título: «Fragmentos de mi diario en los que se habla de Cosmos». Y es en estas líneas en donde se plantea el marco conceptual que le sirve a Gombrowicz para crear su ficción literaria. Si la novela policíaca es «un intento de organizar el caos», él recurrirá al género para ordenar el suyo. Pero sabe -Witold- que cualquier orden es arbitrario, una manera determinada de acercarse al caos para darle sentido. En este caso concreto, el esfuerzo se centra en interpretar el desconcierto frente al mundo a través del lenguaje. Porque el lenguaje no es más que un sistema formal que se aproxima al caos para aprehenderlo, darle nombre e intentar la comunicación dentro de un sistema:

¿Pero cómo relatar algo sino a posteriori? ¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata aún de algo anónimo? ¿Es que nunca nadie será capaz de transmitir el balbuceo del momento que nace?¿Por qué razón si hemos salido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él? Apenas fijamos en algo nuestros ojos y ya, bajo nuestra mirada, surge el orden… las formas…» (pág. 39).

Cuando percibimos aquello desconocido, sentimos incomodidad, por lo tanto lo primero que intentamos es darle una forma: imaginamos asociaciones, buscamos referencias, creamos analogías, en un intento de acercar el caos al terreno de lo conocido. Pero estos mecanismos son arbitrarios y dependen de cada uno, o de la cultura que cada uno tiene asimilada. Lo formal es relativo por naturaleza:

«… Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.
Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.» (pág. 9).

Dos constantes, lo afectivo y lo erótico

El joven Witold relata aquello que experimenta durante un viaje de verano. La partida de su casa se debe a un conflicto familiar de gran importancia, sin embargo no desarrolla este tema, lo evita, huye de él. A pesar de tener un mundo afectivo altamente perturbador, no añade nada sobre él más allá de un nivel muy básico, aparentemente superficial:

«… tenía problemas en Varsovia con mi familia, problemas revulsivos, desagradables; ni modo, mala suerte…» (pág. 99).

Al inicio del viaje se encuentra con un amigo, Fucks, quien también se aleja de un conflicto con su jefe, y juntos se instalan en un hostal familiar. Todo aquello que los aleje de su entorno cotidiano -en donde hay mucho dolor- vale como pretexto para distraerlos de aquello que los angustia. Y la novela policial será otro pretexto para disfrazar sus preocupaciones.

Suceden, según Witold, cosas extrañas, sin embargo en realidad no es importante lo que sucede, lo que interesa es cómo ellos posponen sus problemas identificando señales que, supuestamente, los conducen a resolver enigmas: un gorrión ahorcado será el inicio de la trama.
Junto al problema familiar, hay otra constante en el texto que es una imagen erótica que surge en la cabeza de Witold: la boca de Lena, la chica joven y bella hija de los dueños del hostal, en relación con la boca de Katasia, la empleada de la casa, cuyos labios tienen una pequeña deformidad que le produce cierta excitación. Es una asociación subjetiva, producto de su mundo interior, no tiene nada que ver con la realidad exterior. Sin embargo, para el joven estudiante, ver una boca es imaginar la otra. La perturbación que le producen unos labios lo llevan a desear los otros.

El joven se siente atraído por una chica recién casada, por lo tanto prohibida e inalcanzable. Y al mismo tiempo descubre el morbo que le producen los labios deformados de la empleada, una mujer vulgar a quien imagina menos pura, y al mismo tiempo más asequible. Ese deseo repartido lo abarca todo, y cubre el mundo narrativo de misterio, sordidez y mucha oscuridad. Se trata una vez más de las dos caras del deseo: la luminosa y bella (Lena) y la oscura y menos bella (Katasia). Le gustan las dos porque le hablan de dos facetas distintas de lo femenino: eso explica su deseo de integrarlas:

«Lena era el cuerpo y alma de toda esta estupidez. No podía dejar de pensar en que detrás de todo se hallaba oculta Lena, que tendía hacia mí, tensa en un deseo íntimo, secreto… Casi podía verla vagar por la casa, dibujar en los techos, mover la vara, colgar el palito, conformar figuras con los objetos, deslizarse a lo largo de las paredes, clandestinamente… Lena… Lena… avanzando hacia mí… implorando tal vez mi ayuda. ¡Tonterías! Sí, tonterías, ¿pero por otra parte ¿era posible que aquellas dos anomalías -la relación de las bocas y aquellos signos- no tuviesen nada en común? Sería absurdo. Sí, absurdo. Pero también podía ser totalmente un producto de mi imaginación, algo que me absorbía tanto como esa relación entre los labios de Lena y los de Katasia.» (pág. 75).

Situaciones aisladas que no significan nada se van sumando, pero el relato de Witold señala la manera como se repiten, la manera obsesiva como se le imponen, de ahí la necesidad de dar una forma a estas extrañas señales para que tengan un sentido -cualquiera sea- porque si encuentra un sentido habrá esperanza. Al hacerlo en forma de ficción, se protege con el género policial, con la ilusión de hallar a un culpable, y la consecuente resolución de todos los misterios.

La prosa de Gombrowicz oscila entre la descripción detallada del mundo exterior, a manera de registro o enumeración sin pausa, intentando de esa manera evitar cualquier contacto con el torturado mundo interior; y las sugerencias que este registro provoca en el yo -subjetivas, obsesivas, y al mismo tiempo angustiantes- porque lo devuelven, de manera irremediable, a lo que no quiere recordar: sus problemas en Varsovia. Witold recurre al exterior para refugiarse, pero no lo consigue: lo de fuera es un trampolín que lo lanza hacia adentro:

«… y esto me hacía sentir mayor disgusto hacia mis padres, mayores deseos de olvidar todo lo referente a Varsovia, y continuaba ahí sentado a disgusto, rencorosamente, mirando sin querer la mano de Ludwik, mano que no me importaba, mano que me asqueaba y atraía y en cuyas posibilidades erótico-táctiles debía yo penetrar… Distracción. Sonido y furia. Volvía a concentrarme en mi trozo de corcho en la botella, observaba aquel cuello y aquel corcho para no observar ninguna otra cosa; aquel corcho se había vuelto en cierta forma mi barca en el océano…» (pág. 35).

«Era increíble aquel cielo estrellado y sin luna. Entre sus enjambres se destacaban las constelaciones; algunas de ellas me eran conocidas: la Osa Mayor, la Osa Menor…; las localicé en seguida, pero otras constelaciones que me eran desconocidas estaban también allí, como inscritas entre las estrellas principales; traté de fijar líneas que las configurasen… pero esto trazos diferenciantes y las exigencias de ese mapa me fatigaron pronto y desvié entonces la atención hacia el jardín; pero también en él la proliferación de objetos me fatigó en seguida, la chimenea, el tubo, el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones; como por ejemplo la curva y el fin del sendero, el ritmo de las sombras… y, sin quererlo, empecé también a buscar figuras, formas; en realidad no lo deseaba, estaba aburrido, impaciente y caprichoso hasta que advertí que lo que me atraía en aquellos objetos, lo que me tenía absorbido era «el que estuvieran detrás», o sea que un objeto estaba «tras» otro, el tubo tras la chimenea, el muro tras la esquina de la cocina, todo como… como… como…como los labios de Katasia tras los labios de Lena…» (pág. 24).

«¡El gorrión! ¿El gorrión! En realidad ni Fuks ni el gorrión me interesaban mayormente, las bocas eran por supuesto mucho más inquietantes… así pensaba en mi distracción… y por eso hice a un lado al gorrión para concentrarme en las bocas, pero esto provocó una desagradable partida de tenis, pues el gorrión me arrojaba a las bocas y las bocas al gorrión, y así me encontré entre el gorrión y las bocas; cada uno de esos puntos se cubría con el otro; cuando lograba llegar a las bocas, vorazmente, como si las hubiese perdido, sabía ya que más allá de este lado de la casa estaba el otro lado, más allá de las bocas se hallaba a solas el gorrión ahorcado…. Y lo más molesto era que el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba completamente afuera, pertenecía a otro mundo y, además era casual, absurdo. ¿Por qué entonces me perseguía? ¡No tenía derecho! ¡Claro que no tenía derecho! ¿No tenía derecho? Cuanto menos se justificara su presencia más intensamente me perseguía y me era más difícil olvidarlo… Porque si no tenía derecho era mucho más significativo el que me obsesionara de esa manera. » (pág. 25-26).

El absurdo

El humor tiene un rol importante en el relato de Witold, consigue minimizar la angustia que corroe al protagonista. Humor irónico que está sintetizado en la frase de León:

«Tiru- liru-lá»

La aparición de la tetera en el momento en el que esperaba descubrir el cuerpo de Lena es una imagen inaudita, extraña y jocosa al mismo tiempo. Disminuye la tensión y añade un ingrediente al caos: lo lógico hubiera sido ver un pecho, una rodilla, unas piernas abiertas:

«Y por fin vi.
Quedé aniquilado.
Él le enseñaba una tetera.
Una tetera.
Ella estaba sentada en una silla, junto a la mesa, con una toalla de baño sobre los hombros a guisa de chal. Él estaba de pie, en camiseta, y le mostraba una tetera que tenía en la mano. Ella miró la tetera. Dijo algo. Él respondió.
Una tetera. Estaba preparado para todo. Para todo menos para ver una tetera. Hay una gota que hace derramar el vaso, algo que resulta ya «demasiado». Existe algo así como un exceso de realidad, una abundancia que ya no se puede soportar. Después de tantos objetos que no soy capaz de enumerar: agujas, ranas, gorrión, palito, vara, puntilla, cáscara, cartón, etcétera, etcétera, chimenea, corcho, ranura, canalón, mano, pelotitas de miga, etcétera, etcétera, terrones, red, alambre, cama, piedrecillas, mondadientes, pollo, eczemas, bahías, islas, agujas, y así por el estilo, sin parar, hasta el aburrimiento, hasta el hastío, y ahora esa tetera, sin venir a cuenta, sin tuviera nada que hacer, como algo extra, gratuito, como un lujo del desorden, como un donativo, un presente del caos…» (pág. 87).

Otro ejemplo puede ser la ceremonia erótica que organiza León con tintes esperpénticos, o ramalajes de locura. ¿Convocar a la familia para un espectáculo como ese?

León es el personaje que consigue asumir el absurdo antes que Witold, el único que está de vuelta de todo. Entre él y el estudiante se establece una gran complicidad a lo largo de la novela. El viejo ya no espera nada de la vida, acepta el reino del caos y sabe convivir con él haciéndole un quite: inventa su propio lenguaje y se centra en sus placeres sin necesidad de terceros: es un experimentado onanista. Witold percibe lo que oculta porque se identifica con él, quizá por eso comienza a imitar sus formas y habla como él:

«… en plena ebriedad de ser una pareja de Lulos -Lulo él, Lula ella- luleaban a más no poder y cada uno incitaba al otro en el lululeo.» (pág. 125).

«-Berg.
-Berg -respondí.
-Berg bembergado con el Berg -gritó.
-Berg bembergado con el Berg -repetí.» (pág. 219).

La búsqueda de un orden que de sentido fracasa en Cosmos, («buscar una idea que explique, que imponga un orden» señala en el diario como propuesta), y la promesa de un final de novela policial quedan truncados: el caso no se resuelve. Gombrowicz se mueve en un mundo absurdo: los planes trazados vuelan por los aires, las señales no conducen a nada, las posibles pistas terminan siendo artificio, manipulación, juego. No se resuelven los crímenes, y se puede pensar que la muerte de Ludwick no era más que una fantasía de Witold quien hubiera deseado eliminar al marido de Lena como eliminó, efectivamente, a su gato.

El supuesto andamiaje que armó asociando señales e intentando interpretarles en un sentido u otro, resulta infundado. Pero el juego funcionó porque mantiene al lector enganchado, atento a la trama policial, curioso, expectante. Y cuando el narrador decide proclamar el absurdo, el sin sentido total, la lluvia lava el escenario, arrasa con todo, aparecen nuevas señales, nuevos palitos, y el lector tiene la sensación de volver a comenzar de cero. Al mismo tiempo la atmósfera claustrofóbica se relaja, el aire refresca, y la vida sigue su curso como si nada.

En realidad no se vuelve a cero, se retorna a lo único real, tangible, inobjetable, aquel nivel primario que todos aceptamos y compartimos sin grandes misterios: el dolor (Varsovia) y la necesidad de alimentarse para sobrevivir. No creo que sea gratuito que la mayoría de escenas se desarrollen alrededor de una mesa, lugar en donde se alimentan. De esa manera se entiende el último párrafo que cierra con una frase lapidaria, un aterrizaje violento en la realidad:

«En conclusión: escalofríos, reumas, fiebres, Lena enfermó de las anginas, fue necesario llevar un taxi de Zakopane, enfermedades, médicos, en fin todo cambió y yo volví a Varsovia, mis padres, el conflicto permanente con mi padre, y otras historias, problemas, dificultades, complicaciones. Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno.» (pág. 220).

Los textos han sido tomados de la edición de Seix Barral, 2002. Traducción de Sergio Pitold.