Ciudad abierta

Teju Cole

Gracias a una amiga lectora, selectiva como pocas, llegó a mis manos Ciudad abierta, novela escrita por Teju Cole (1975) narrador de origen nigeriano radicado en Estados Unidos desde los 17 años. Confieso que desde que la leí no he dejado de recomendarla, el dato de mi amiga era un auténtico hallazgo, de esos que uno desea compartir.

Son muchas las cualidades que despliega su autor: claridad en la elaboración de las reflexiones que expresa el protagonista con un lenguaje sencillo que no pretende simplificar, por el contrario, consigue exponer con inteligencia y objetividad; sensibilidad para captar todo aquello que ocurre a su alrededor; envidiable facilidad para sintonizar con el género humano y establecer vínculos en la soledad de una ciudad cosmopolita y ajena; habilidad para comunicar sin contar los hechos, utilizando la ambigüedad como un derecho a la intimidad; ritmo para recrear los desplazamientos sobre una geografía urbana y congestionada teniendo a la naturaleza siempre presente como una fuente de oxígeno; rabiosa actualidad de los temas que toca y la manera lúcida de enfocarlos, poniendo sobre el tapete todo el entramado de la cultura cotidiana del primer mundo en una radiografía a todo color.

No es fácil analizar esta novela que no posee la estructura tradicional del género: aquí no podemos hablar de inicio, nudo y desenlace: Cole lanza una flecha hacia adelante. Pero intentaré detenerme en tres aspectos que me parecen interesantes:

  • El personaje central, un médico inmigrante que se encuentra en Nueva York haciendo sus prácticas profesionales como psiquiatra, un muchacho africano que se lanza a la calle de manera obsesiva para respirar aire puro y ventilar los dramas que escucha en la consulta y la precisión que exige el trabajo de investigación.
  • La ciudad que recorre y sobre la cual nos instruye al develar su pasado y sus historias, los lugares que señala: esquinas, plazas, barrios, edificios, puertos, medios de transporte, parques, orillas, resaltando su presencia como un escenario vital. Y tan importante como la ciudad son, para Teju Cole, los habitantes de esta metrópoli, que proceden de diferentes latitudes, como si Nueva York fuera un imán que las atrae con promesas de libertad.
  • Por último, y creo que aquí se encuentra el valor de Ciudad abierta, el rosario de reflexiones que surgen a propósito de tantos temas que ocupan hoy nuestros pensamientos y de los cuales, muchas veces, nosotros mismos, atosigados por la información, no sabemos ya ni qué pensar.

La ciudad

Nueva York es la protagonista: atractiva, vital y muy diversa. Teju Cole aprovecha los paseos de Julius para informarnos sobre lo que el cemento esconde: cada lugar evoca recuerdos, cada esquina tiene su historia, en cada barrio habitan etnias dsitintas, y cada metro cuadrado refleja lo que fue y lo que será. Los pasos de Julius nos introducen en un mundo apasionante que señala lo que no es obvio, aquello que se oculta entre las luces, los escaparates, el brillo y el lujo exterior de uno de los centros del mundo occidental.

Ciertas frases como ésta funcionan como una buena metáfora:

«En la noche de Harlem no hay blancos.» (pág. 29).

En muy pocas palabras se resumen los conflictos raciales, la naturaleza de los guetos, el dolor de los marginados, el fracaso de la ley ante la violencia y la fragmentación de una ciudad que separa a los ricos de los pobres. Desde Manhattan Transfer de Dos Passos no recordaba un enfoque similar en donde el escenario se convierte en personaje.

Pero Nueva York es un personaje en cuanto lo afecta a Julius, no como un escenario de cartón. Veamos cómo se involucra:

«Cuando me acercaba a la Novena Avenida, había una conmoción silenciosa frente a un puesto de árboles, a una calle hacia el sur, en la 31, y vi octavillas contra la guerra aleteando al viento como una bandada que alzaba vuelo de golpe. Tuve la impresión de que se dispersaba una muchedumbre después del momento de máxima actividad. A un lado había un cordón policial.

Esa tarde, durante la cual entré y salí de mí mismo, el tiempo se volvió elástico y voces desprendidas del pasado invadieron el presente, algo que parecía una conmoción de otra época aferró el corazón de la ciudad. Temí quedar atrapado en lo que se me antojaban esbozos de revueltas. No veía más que hombres apretando el paso bajo árboles desnudos, unos esquivando el cordón policial que había caído al suelo cerca de mí, otros más lejos.» (pág. 91).

El monstruoso atentado terrorista contra las torres gemelas ha dejado una huella imborrable en la ciudad. Por más que reconstruya la zona, la cicatriz sigue palpitando, el terror trajo el horror y muchas pérdidas, una pesadilla que marcó a los habitantes quienes fueron conscientes, de ahí en adelante, de lo vulnerables que eran, el miedo aparece acechando. El atentado es como un fantasma suspendido en el aire, se cruza con Julius, sobrevive flotando como una amenaza. Pero también le permite poner en perspectiva el hecho histórico en sí, como parte de la historia de la ciudad:

«El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito. Allí había habido comunidades antes aun de que Colón izara las velas, antes de que Verrazano anclara sus naves en los estrechoa o Estévâo Gómez, portugués mercader de esclavos negros, remontara la corriente del Hudson; allí habían vivido seres humanos, construido casas y peleado con los vecinos mucho antes de que los holandeses viesen en las magníficas pieles y la madera de la isla y su tranquila bahía una oportunidad para hacer negocios. Generaciones enteras se precipitaron por el ojo de la aguja y yo, parte de la multitud todavía legible, entré en el metro. Quería encontrar la línea que me conectaba con mi propia parte de esas historias. En algún lugar al borde del agua, agarrado a los que sabía de la vida, con un chasquido agudo, había vuelto a asomar el niño.» (pág. 74).

Una buena parte de la novela transcurre en Bruselas, a donde viaja Julius para buscar a su abuela materna. Se sugiere, con este giro, un paralelismo entre Nueva York, una ciudad abierta que acoge a los inmigrantes, y Bruselas que fue ciudad abierta en la Segunda Guerra Mundial para evitar su total destrucción. La mirada del psiquiatra nigeriano resalta algunos aspectos de la vida europea en contraste con la vida americana, y de esa manera el panorama se amplía y enriquece. Los tipos humanos que se cruzan en las caminatas de Julius en uno y otro continente, evidencian la variedad y las diferencias.

Siendo Nueva York una ciudad a donde llegan los extranjeros, los encuentros de Julius con otros personajes no hacen más que evidenciar esta pluralidad. Cada uno llega- no con un pan como en el refrán- sino con una tragedia bajo el brazo: Saito, el profesor japonés que vivió la guerra recluido en un campo; Kenneth, el guardia del museo que es de Barbuda, con sus coqueteos homosexuales, Saidu, el chico que se escapó de la guerra en Liberia; Pierre, el betunero que huyó de la violencia política de Haití. Y lo mismo sucede en su deambular por Bruselas: en el avión conoce a la doctora Maillote, belga ¿y judía? quien se refugia en Estados Unidos después de la contienda mundial; a Faruk, el árabe políglota islamista; Khalil, el amigo de Faruk que es un religioso fanático, a la turista checa, entre otros más. ¿Puede haber mayor diversidad? Ninguno es neoyorquino o belga de nacimiento, salvo la doctora Maillotte quien, siendo belga, inmigra a estados Unidos. Tenemos un ramillete variado, interesante, y sus historias personales forman parte del mundo narrativo de Ciudad abierta que es, en esencia, una búsqueda infatigable para encontrar un lugar digno para vivir y morir.

Protagonista

El protagonista, Julius, es un hombre sensible y muy culto, con un amplio bagaje cultural: sabe de música, literatura, geografía e historia; un erudito con sensibilidad, un hombre fino que capta y disfruta la belleza en todas sus manifestaciones y que participa activamente en la vida cultural neoyorquina: asiste a conciertos, acude a conferencias, va al cine, lee, observa y dialoga. Se trata de un joven refinado, atractivo, con un nivel intelectual muy por encima de la media.

Julius posee una extraña cualidad: valora a los mayores y sabe conversar con ellos, actitud que no es habitual en los jóvenes acostumbrados a reivindicar a su generación como la gran protagonista de la historia. Creo que la cultura actual tacha a la vejez por obsoleta y decadente, el mundo marcha hacia adelante sin prestar atención a la experiencia y señalando como defectuoso aquello que parece viejo: de ahí la masificación de tratamientos y cirugías para esconder la edad, la estética contemporánea no acepta arrugas ni flacidez, cuando llegan, porque siempre llegan, la realidad debe ser enmascarada para hacerla soportable. Quizá por eso me interesa este joven psiquiatra que busca a su antiguo profesor a quien presenta con esta frase:

«A sus ochenta y nueve años, el profesor Saito era la persona más anciana que yo conocía.»

Lo dice como si la edad fuera un mérito en el cual radica el origen de su atractivo. Julius intenta descubrir ese capital acumulado, fomenta el encuentro y las conversaciones con el maestro y de esa manera le da cariño, porque lo hace sentirse útil. Y gracias a este encuentro nos enteramos de cosas más significativas en la vida del profesor Saito, mucho más significativas que su fecha de nacimiento, como por ejemplo su paso por un campo de concentración en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, por el simple hecho de ser japonés.

Su encuentro con la doctora Maillote, en el avión a Bruselas, sigue el mismo patrón: la edad de la mujer, que es su vecina de asiento, la convierte en centro de su atención, como si Julius detectara, gracias a ella, un tesoro para descubrir:

«Lo que vi al abrir los ojos era una persona de pelo gris, tan fino que parecía como si hubiese perdido no meramente el color, sino la sustancia misma. Bajo esa frágil corona el rostro era angosto y arrugado y estaba cubierto de manchitas hepáticas. Pero había firmeza en la boca y la mandíbula, prominencia en la frente y agudeza en los ojos. Indudablemente, durante la mayor parte de su vida había sido muy hermosa. Lo primero que hizo cuando me quité el antifaz fue guiñar un ojo, cosa que me dejó atónito, pero a la que respondí sonriendo. Estaba vestida sencillamente con un sweater de lana color tostado, pantalones a cuadros y zapatos náuticos de cuero marrón. Llevaba una doble ristra de perlas pequeñas y pendientes de perlas. Tenía en las rodillas un libro que había señalado con el índice: El año del pensamiento mágico.» (pág. 105).

Hay mucho respeto en esta descripción que yo resumo en dos elementos: uno es la captación del espíritu de la doctora simbolizado en el libro que tiene en las manos como una inconfundible señal de cultura; otra es la acertada frase “durante la mayor parte de su vida había sido muy hermosa”, no dice que de joven debió ser hermosa, dice algo más significativo, más generoso y categórico. Y lo menciono, porque refleja la personalidad de Julius, cómo capta el mundo y cómo procesa las señales que ve.

Un tercer ejemplo de esta faceta, es la relación que tiene con la mujer checa en Bruselas. La escena comienza con la joven empleada del café que intenta coquetear con él, pero a Julius no lo atrae. Quien lo atrae es una mujer mayor que él, porque intuye un mundo interior que lo seduce:

«Hacia los cincuenta años, que calculé era su edad, una mujer debe esforzarse para mantener el buen aspecto. A la de poco más de veinte, como la camarera, le basta con ser un poco guapa, a esa edad todo está en su punto: la piel tersa, el cuerpo erguido, el paso seguro, el pelo sano, la voz clara e inquebrantable. A los cincuenta hay que luchar. Y por estas razones la tarde fue una sorpresa: una sorpresa para la turista ante el interés manifiesto, aunque prácticamente silencioso, que empezó a obtener de mí, y una sorpresa para mí también por sus grandes ojos de un verde grisáceo, una inteligencia triste y un atractivo sexual enteramente inesperado.» (pág. 128).

La soledad de la vida urbana contemporánea, acentuada en una ciudad enorme como Nueva York, marca los días de sus habitantes, acostumbrados a la falta de vínculos, característica de una sociedad mecanizada y apegada a lo material. Julius resiente la falta de contacto con los vecinos (el encuentro con Seth sería un buen ejemplo), la ausencia de intercambio y el aislamiento resultante, al mismo tiempo que señala el temor que genera la violencia en sus calles. Las caminatas le permiten palpar la atmósfera de los barrios y sentir la inseguridad de un mundo hostil. Cuando él está entre amigos, entre sus iguales, todos ellos pertenecientes a minorías, es cuando irrumpe la risa, la complicidad, el placer de la buena compañía.

El transitar de Julius es, en esencia, un viaje interior. El deseo de ventilarse se transforma en una búsqueda personal, adquiere el gusto de descubrir objetos y razones, transeúntes y almas, fachadas y sentimientos para luego de la observación, intentar comprender por qué están ahí. Pero más allá de esa mirada inteligente, intuyo que Julius huye de algo, quizás huye de un pasado africano del cual sabemos poco y sospechamos conflictivo. La relación con su madre viva es nula, la ruptura entre ellos no ha sido desvelada pero sí el dolor que sembró. El capítulo diez, misterioso y lleno de ternura, en donde habla del distanciamiento con su madre, está plagado de sugerencias. El juego entre el atractivo infantil por la Coke, la soledad y las horas de ocio, el deseo sexual que no termina de aflorar, la lluvia y la llegada de la madre, insinúan nudos que no somos capaces de desatar. La complicidad con la abuela tampoco queda clara, más allá de un gesto definitivo para el niño de una mano en el hombro, años atrás. Muchas cosas sucedieron antes: una guerra que arrasó Berlín, ciudad en donde estaba la abuela y en donde nació la madre, la muerte del padre en Nigeria, la escuela militar, y los silencios voluntarios que pesan como piedras. Cuando aparece Moji, antigua conocida de Lagos, Julius ni siquiera la reconoce, tal era la negación de su propia historia. Pero Moji es el único espejo que él tiene de su juventud en Nigeria, y lo que ella evoca lo convierte en un personaje diferente al actual: machista, impetuoso, irresponsable. ¿Es ese el pasado del cual escapa Julius? ¿O es Moji quien transforma el recuerdo por el dolor de quien se sintió forzada, y luego ignorada?

El que no se explique el pasado de Julius, me parece un acierto, añade encanto al relato y ofrece otras lecturas, al mismo tiempo contribuye a darle un sentido personal (no sólo profesional) a esa marcha obsesiva por las calles de la ciudad. Julius nos ofrece su mejor cara, es él quien nos presenta a su personaje. De pronto, con la aparición de Moji, hay un quiebre:

«Somos tan capaces de hacer el bien como el mal, y la mayoría de las veces elegimos el bien. Cuando no es así, no nos inquieta, como no le inquieta a nuestro público, porque somos capaces de acoplarnos a nosotros mismos y porque con otras decisiones nos hemos ganado su comprensión. Están dispuestos a creer lo mejor de nosotros, y no les faltan razones. Desde mi punto de vista, si repaso mi historia, aun sin atribuirme un sentido ético especialmente elevado, me satisface haberme atenido al bien.

Pero ¿qué hay que entender entonces cuando en la versión de otro yo soy el malo?» (pág. 276).

Las reflexiones

Caminar es una actividad física, pero en Ciudad abierta se convierte en una interrupción voluntaria de la rutina de una consulta dura y difícil, una fuente de oxígeno, un intento de reacomodo después de una jornada dejando atrás las presiones de la investigación, la angustia de los pacientes, los vericuetos de la locura. Precisamente por eso, lo que interesa del deambular de Julius es lo que circula por su mente, esos pensamientos que surgen mientras avanza y retrocede, se sienta en una banca o se detiene en una esquina y las conversaciones que entabla con otras personas con quienes se cruza. Es ahí donde se palpa la rabiosa actualidad que mencioné al principio, ya que Julius toca muchos de los temas candentes que son de interés general (situación de refugiados políticos, inmigración, islamismo radical, eutanasia, inseguridad ciudadana, racismo, el peso de los prejuicios para emitir cualquier juicio, libertad, la enfermedad mental, la conservación del medio ambiente, etc.) y con cautela los desmenuza, considera las variables, cuestiona las diferentes posturas sin caer nunca en lo panfletario, por el contrario, tiene el mérito de evitar los tópicos o las frases hechas.

En general, coincido con el punto de vista de Julius, envidio la mesura y la objetividad que lo guían, celebro su inteligencia. No detecto, entre líneas, la carga ideológica que es común a las novelas que, como Ciudad abierta, rozan lo político, porque tengo la impresión que Teju Cole no pretende dar lecciones de ninguna clase. La propuesta pretende reflexionar, no sacar conclusiones ni decretar cambios de rumbo:

«Hace poco leí no recuerdo dónde que en cinco años de la década de 1630 la ciudad de Leyden perdió el treinta y cinco por ciento de su población. ¿Qué habrá significado vivir en un mundo donde existía esta posibilidad, donde gente de todas las edades se desplomaba alrededor de uno todo el tiempo? El caso es que no tenemos idea. De hecho, esto lo leí en una nota al pie de un artículo que trataba de otra cosa, de pintura o de muebles.

No era nada raro que una familia perdiera tres de sus siete miembros. Para nosotros, la idea de que en los primeros cinco años del milenio mueran de enfermedad tres millones de neoyorquinos es imposible de asimilar. La pensamos como una distopía total, por eso relegamos a notas al pie ciertas realidades históricas. Procuramos olvidar que en otros tiempos otras ciudades han visto cosas peores, que no hay nada que nos inmunice contra todas las pestes, que somos tan vulnerables como cualquier civilización pasada pero estamos especialmente desprevenidos. Fijaos incluso en nuestra forma de hablar de lo poco que nos ha sucedido: nos hemos agotado en hipérboles.» (pág. 229).

Y para terminar, quiero mencionar un elemento que es esencial en este relato, me refiero a la música, como la gran liberadora:

«La música de Mahler se apoderó de mis actividades durante todo el día siguiente. Hasta en los detalle más ordinarios del hospital, el centelleo de las puertas de cristal a la entrada del bloque Milstein, las mesas de exploración y las camillas rodantes de la planta baja, las pilas de historias clínicas del departamento de psiquiatría, la luz de las ventanas de la cafetería y los remates de los edificios del Uptown, que desde aquella altura parecían hundidos, había una intensidad nueva, como si la precisión de la textura orquestal se hubiera transferido al mundo de las cosas visibles y cada detalle se hubiera vuelto significativo. Un paciente se había sentado frente a mí con las piernas cruzadas, y su pie derecho alzado, que se contraía en el lustroso zapato negro, también parecía parte de aquel intrincado mundo musical.» (pág. 28).

La novela se inicia con una audición de música clásica en la radio, eco de otras audiciones, y termina luego de un concierto al cual asiste Julius, una especie de catársis final. En ambas escenas son una constante los vuelos de los pájaros, aves migratorias cuyos alas simbolizan el deseo de partir, de buscar otros horizontes; sin embargo, al final del relato, hay un nuevo elemento con una perturbadora combinación: frente a la estatua de la libertad, la evocación de los pájaros habla de muerte, imagen que también sugiere la Novena Sinfonía de Mahler que Julius escuchó, con devoción, en el concierto.

Los textos han sido tomados de la edición de Acantilado, 2012. Traducción de Marcelo Cohen.