Buenos Días Tristeza

Françoise Sagan

Intento recordar mi primera lectura de Buenos días tristeza, en la década de los 60s, siendo yo bastante joven y muy mala lectora, y pienso, con horror y sorpresa, que en esa época yo tendría la misma edad que Françoise Sagan (Francia 1935, 2004) cuando la escribió. Atrevida, irrumpe en el panorama literario en 1954 con esta novela corta, una apuesta original, un relato transgresor en donde la frivolidad aparece como vocación y destino en un mundo privilegiado de una minoría derrochadora y superficial. En aquella lejana lectura, no vi gran cosa, hoy encuentro que la irresponsabilidad de la juventud mimada resulta aterradora. Por ello, Sagan se encarga de recordarlo, la frivolidad tendrá nefastas consecuencias.

Cécile quedó  huérfana de madre desde muy pequeña, su padre la matriculó interna en un colegio y faltando dos años para que terminara su educación, la llevó a vivir con él en un mundo de adultos de la alta burguesía en donde se privilegiaba el hedonismo y el eterno presente. La novela comienza en unas vacaciones de verano. El padre alquila una casa lujosa en la Costa Azul y lleva a Elsa, su amante de turno. De pronto aparece Anne, amiga de la madre ausente, una mujer sensata que pretende cambiar el rumbo de las vacaciones y de la vida del padre  y su hija. Invitada por el joven viudo, con quien (deducimos) ya se había visto algunas veces en plan seductor, Anne pretende imponer la cultura del esfuerzo, alterando la armonía del ocio y el placer.  Cécile se rebela, intentará arrancar a Anne de los brazos de su padre, de su casa, de su vida. Organiza un plan pero no mide las consecuencias: Anne: decepcionada y herida huye y se mata en un accidente de coche. El remordimiento y el vacío que deja esta mujer deslumbrante y por ello temida, abren la puerta a un sentimiento nuevo en la vida de Cécile: de ahí el título tomado de un verso de Paul Eluard: Buenos días tristeza.

La estructura del relato está planteada como un diálogo ininterrumpido entre Anne y Cécile. En contraste con esta juego narrativo, el padre, Elsa y Cyril, están totalmente desdibujados. Sólo funcionan como piezas necesarias para el desarrollo de la historia. Quizá es esa la intención, peones útiles –vacuos, sin ningún interés- para apuntalar la trama y dirigir la intriga centrando la tensión entre dos modelos femeninos opuestos.

CÉCILE

Es importante recordar la trayectoria vital de esta joven: la horfandad que experimenta desde muy niña es como una marca de nacimiento. Muerta la madre e interna en un colegio, carece de referencias maternas, no ha podido interiorizar una imagen femenina que le sirva de guía. La niña está a la deriva. Su padre la mima, le da cariño, pero no exige nada a cambio: el comportamiento libertino que define a este señor, hace que Cécile crezca pensando que eso es lo único que debe esperar de la vida: disfrutar de todo lo que encuentre a su disposición.

Un dato interesante es su soledad respecto a otra gente de su edad. Comparte la vida adulta de su padre, se integra a los amigos del viudo como si fuera una más. No vemos chicos jóvenes cerca: ni amigos, ni hermanos, ni primos. Cyril es el único compañero en estas vacaciones al borde del mar y ella decide sacrificarlo. Deduzco que le importa poco, no intenta cuidarlo. Al exponerlo al trato con Elsa, arriesga lo que hubiera sido lo más valioso de sus vacaciones: el primer amor.

El lenguaje gestual de Sagan es muy sugerente. La mano, como símbolo –esa parte del cuerpo que se proyecta al otro, y que recibe lo que el otro ofrece, la mano como vehículo- funciona como una metáfora recurrente en Buenos días tristeza. Desde el principio de la novela, la joven Cécile aparece en escena deseando tener una mano (la madre) que la estreche. Antes de la llegada de Anne, cuando aparentemente estaba pasándolo muy bien, recuerda este gesto suyo, reflejo de su bienestar:

“Me tumbaba después en la arena, cogía un puñado, lo dejaba escurrir entre los dedos y la arena caía en una lluvia amarillenta y suave.” (pág. 15).

Cuando es consciente del peligro que significa la presencia de Anne, la hija observa las manos de su padre que repiten el gesto que ella también hacía, sin embargo Cécile se desmarca de su modelo, ya no elige la arena que se escurre, necesita asir algo más sólido para no hundirse:

“Su mano se abría y cerraba sobre la arena con un movimiento suave, regular, incansable. Corrí hacia el mar, y me zambullí gimiendo sobre las vacaciones que hubiéramos podido tener, que no tendríamos. Teníamos todos los elementos de un drama: un seductor, una mujer galante, una mujer juiciosa. Divisé en el fondo del mar una preciosa concha, una pieza rosada y azul. Hundí el brazo para cogerla, la conservé, suavecita y pulida, en la mano hasta la hora de comer. Decidí que era un talismán, que no me separaría de ella en todo el verano. No sé por qué no la he perdido, yo, que lo pierdo todo. Hoy la tengo en la mano, rosada y tibia, y me entran ganas de llorar.” (pág. 41-2).

La sospecha que tiene de haber sido excluida del mundo de su padre y la desolación que le produce el cambio, se expresa en estos gestos:

“… vi la mano de Anne, una mano larga y viva, balancearse, encontrar la de mi padre. Pensé en Cyril, me hubiera gustado que alguien me acariciara, me consolara, me reconciliara conmigo misma.” (pág. 77).

Cécile recuerda con nostalgia la relación que ha tenido con su padre y teme, con rabia, que se produzca la ruptura que intuye; para expresar este cambio fija la mirada en las manos que tan bien conocía:

“… me tomó la mano y la retuvo. La suya era una mano fuerte y reconfortante: me había secado las lágrimas cuando sufrí mis primeras penas de amor, había cogido la mía en momentos de tranquilidad y de felicidad perfecta, la había apretado furtivamente en  los momentos de complicidad y risa desatada. Aquella mano en el volante, o con las llaves, por la noche, buscando en vano el agujero de la cerradura, aquella mano apoyada en el hombro de una mujer o con un cigarrillo, aquella mano no podía hacer ya nada por mí.” (pág. 87).

Y finalmente, para no ser reiterativa con el uso de esta imagen, cierro el tema con esta escena: Cécile regresa después de haber hecho el amor con Cyril y se encuentra con Anne, otro de esos diálogos que son un reflejo de la lucha que mantiene consigo misma y contra la usurpadora:

“… era mi mano la que temblaba. Se apagó al instante contra mi cigarrillo. Rezongué y cogí una tercera. Y entonces, no sé por qué, esa cerilla cobró para mí una importancia vital. Tal vez porque Anne, súbitamente arrancada de su indiferencia, me miraba sin sonreír, con atención. En aquel momento desaparecieron el tiempo y el espacio, sólo quedaban aquella cerilla, mi dedo encima, la caja gris y la mirada de Anne. Mi corazón enloqueció, empezó a latir con violencia, crispé los dedos… Las manos de Anne alzaron mi rostro y yo apreté los párpados para que no viera mi mirada… Entonces Anne, como si renunciase a preguntarme nada, en un gesto de ignorancia, de apaciguamiento, deslizó las manos por mi cara y me relajó.” (pág. 118-9).

La ambivalencia que le produce Anne es tremenda. La detesta porque es el orden y la sensatez, pero la fascinan su belleza, su elegancia, el cariño que le ofrece y la seguridad que aporta. Por eso Cécile avanza y retrocede en sus planes, intenta sacarla de su vida, y luego, arrepentida, la quiere retener y entregarse. Estos momentos de incertidumbre son los mejores, la chica se mira en el espejo de Anne como si buscara en él la imagen de su madre. Eran amigas, lo sabemos, quizá la madre era del estilo de Anne y desde que ella falta, el viudo, desconcertado (o libre finalmente) se ha dejado dominar por su negligencia e irresponsabilidad. La viudez parece sinónimo de libertad para este hombre inconsistente.

ANNE

A pesar de cierta rigidez, esta mujer deslumbra. Es atractiva y conoce el poder de su belleza. Su presencia llena el  espacio. Cécile detecta su luz, intenta acercarse a ella, pero Anne no es sólo una imagen bonita: es una mujer que se toma la vida en serio: exige, pone límites, espera resultados. Ante una insolencia, responde con un bofetón. Luego habrán dos momentos claves: prohíbe a Cécile su relación con Cyril por temor a un embarazo no deseado, y luego la encierra para que estudie y apruebe el examen. Los fines son incuestionables, pero no siendo la madre, su actitud es excesiva. Sin embargo, también es cariñosa con la joven, actitud que a ella la confunde.

Creo que el gesto final de Anne, cuando se entera de la infidelidad (sin saber que estaba planeada por Cécile) la define perfectamente: con su elegancia natural, huye. Se aleja y renuncia a seguir con una persona que la ha desilusionado. No grita, no provoca un escándalo: se marcha. Y cuando Cécile trata de retenerla, le hace un cariño de despedida (¡con la mano!).

Sin embargo la interpretación que hace Cécile de esa huida, también define perfectamente a los que se quedaron:

“Entonces pensé que, con su muerte, Anne se manifestaba –una vez más- distinta de nosotros. Si mi padre y yo nos hubiéramos suicidado –suponiendo que hubiéramos tenido valor para ello-, nos habríamos disparado un tiro en la cabeza, dejando una nota aclaratoria con el fin de que los responsables no volviesen a pegar ojo en la vida. Pero Anne nos había hecho el suntuoso regalo de dejarnos una enorme posibilidad de creer en el accidente: un lugar peligroso, la inestabilidad del coche… Un regalo que, por debilidad, no tardaríamos en aceptar. Y además, si hablo ahora de suicidio, no deja de ser fantasioso de mi parte. ¿Puede suicidarse alguien por seres como mi padre o como yo, seres que no necesitan a nadie, ni vivo ni muerto? Mi padre y yo, por lo demás, siempre hablamos de ello como de un accidente.” (pág. 175).

Pienso que la novela debió terminar con este párrafo. Es un cierre perfecto.

La traducción al español que hemos podido conseguir ya que necesitamos varios ejemplares para los talleres, no me gusta. Por eso prefiero no hablar de la prosa de Sagan.

La elección de la primera persona es acertada, aporta un tono confesional, sin filtros. También celebro los diálogos que marcan el ritmo del enfrentamiento e imprime una dinámica especial, cierta frescura. Y reconozco que la jovencísima escritora francesa consiguió crear atmósfera: el mar, la casa, el sol, las copas y los pinos: un escenario idílico bien dibujado para una tragedia inesperada. Interesante novela que he descubierto en esta relectura, por eso yo diría con entusiasmo: ¡Buenos días Françoise Sagan!

Los textos han sido tomados de la edición de Maxi Tusquets. Traducción de Javier Albiñana.